(Orio, 1908 - San Sebastián, 2003) Escultor
español, figura clave de la vanguardia de la década de los cincuenta.
Jorge Oteiza Embil nació en el seno de una familia acomodada que había
prosperado en el negocio de la hostelería. Introvertido y acosado por
temores irracionales, tuvo una infancia triste, alejada de los juegos y
las riñas de los demás niños.
Jorge Oteiza
Entre 1914 y 1920 cursó el bachillerato en el
Colegio del Sagrado Corazón de San Sebastián y en el de los Capuchinos
de Lekaroz, Navarra. En esos años de formación su personalidad cambió
radicalmente. Se volvió más extravertido y sociable: no sólo cultivó el
boxeo y el teatro amateur, sino que también trabó amistad con
incipientes artistas como el pintor Juan Cabanas o el músico Nicanor Zabaleta.
Estudios, penurias y primeras obras
En 1927 se trasladó a Madrid con el propósito de estudiar arquitectura,
aunque, por razones burocráticas, finalmente tuvo que matricularse en
medicina. Pese a que nunca terminaría la carrera (la abandonó en el
tercer curso para apuntarse en la Escuela de Artes y Oficios), la
asignatura de bioquímica despertó su interés por la escultura, por la
experimentación de lo que él definió como «biología del espacio». Fue
también en la capital de España donde se acentuó, desde posiciones
sociales y de izquierdas, su conciencia identitaria vasca.
En 1928 su padre y su hermano, después de la
quiebra del negocio familiar, emigraron a Argentina, teniendo él que
responsabilizarse de su madre y sus cinco hermanos pequeños. Para poder
costearse los estudios, trabajó de camarero, de contable en una frutería
e incluso de linotipista. Aun así, pasó grandes dificultades económicas
y durante una larga temporada estuvo alimentándose con la sopa para
indigentes que repartían en un convento.
Sus primeras esculturas, figurativas y con un cierto aire arcaizante, nacieron bajo la influencia de artistas como Jacob Epstein, Alberto Sánchez y, sobre todo, Pablo Picasso.
Ya en los años treinta, junto a sus amigos los pintores Narkis de
Balenciaga y Nicolás de Lekuona, se introdujo en la vida artística de
San Sebastián a través de diversas exposiciones y concursos. Así, en
1931 fue galardonado con el primer premio en el IX Concurso de Artistas
Noveles Guipuzcoanos, con una escultura singularmente titulada: Adán y Eva, TgS=A/B (tangente S igual a A partido por B).
En 1935, junto con Balenciaga, viajó a
Sudamérica, iniciando un periplo que lo llevaría a Argentina primero y a
Chile, Colombia y Perú en los años sucesivos. En los casi quince años
que estuvo en tierras americanas el joven Oteiza no dejó terreno por
explorar: fue profesor en la Escuela Nacional de Cerámica de Buenos
Aires, participó en Santiago de Chile en la creación del teatro político
experimental, se imbuyó de movimientos de vanguardia como el cubismo y
el constructivismo, estudió con devoción la estatuaria megalítica de las
culturas amerindias... Y además, conoció a quien fue el gran amor de su
vida, Itziar Carreño, con la que se casó en 1938.
Hacia la obra esencial y mística
A principios de la década de los cuarenta empezó a introducir oquedades
en sus esculturas. Aquellas incipientes exploraciones sobre el hueco y
el volumen (en la línea del gran escultor británico Henry Moore) habrían
de devenir el cauce creativo por el que discurrirían sus producciones
posteriores. En 1948 regresó al País Vasco, instalándose en Bilbao. El
panorama que se encontró era a todas luces desolador; nada quedaba de
aquel ímpetu cultural que había florecido durante la República.
Ideológicamente, Oteiza luchó por cohesionar y revitalizar el decaído
mundo artístico vasco, pero se topó con la desidia de las instituciones,
tanto las del régimen franquista como las del nacionalismo vasco en la
clandestinidad. En lo artístico, continuó sus especulaciones en torno a
la desocupación del espacio escultórico, creando piezas cada vez más
esenciales y místicas.
Caja metafísica, de Jorge Oteiza
En 1950 se le adjudicó la estatuaria para la nueva basílica de Aránzazu (Guipúzcoa), proyectada por el arquitecto Francisco Javier Sáenz de Oiza.
Su intervención fue polémica desde el principio: la heterodoxa
iconografía del friso de los Apóstoles (representó catorce) así como su
estética, demasiado vanguardista para el gusto de las instituciones
eclesiásticas, provocaron que la Comisión Pontificia paralizara la
ejecución de las piezas por considerarlas sacrílegas. A instancias del
papa Pablo VI, el proyecto se reanudó en 1968. Las puertas del templo, realizadas por un joven Eduardo Chillida en hierro y en un estilo geométrico espacialista, causaron una honda impresión en Oteiza.
Aunque durante años ambos escultores serían
enemigos acérrimos (más por parte de Oteiza que de Chillida), lo cierto
es que la poética desplegada en aquellas puertas, aun sin que él lo
reconociera nunca, determinó en gran manera la evolución de su obra.
Tanto fue así que en los años cincuenta (su período artístico más
fructífero) abandonó definitivamente la figuración y se adentró por un
camino de depuración formal y de diálogo entre la materia y el vacío.
El éxito y el reconocimiento internacional no se
hicieron esperar, y en 1957 ganó el primer premio de escultura de la
Bienal de São Paulo, en Brasil, con la serie Propósito experimental. Su particular forcejeo con el volumen y el espacio llegaría a su cenit en series como Desocupación de la esfera (1957-1958) y Cajas vacías o Cajas Metafísicas
(1958), en las que el objeto quedaba desmaterializado casi por completo
en favor de un espacio que él entendía metafísico y espiritual.
Otras inquietudes
A partir de la década siguiente, Oteiza abandonó la práctica
escultórica convencional para desarrollar nuevas inquietudes creativas
como la poesía, la arquitectura o la filosofía. «Noté que de mis
esculturas salían palabras», señalaría el artista vasco. Con todo, no
fue la suya una actitud de mutismo o retiro; al contrario, a partir de
entonces desarrolló una actividad pública frenética: no sólo escribió
ensayos tan decisivos como Quosque tandem...! Ensayo de interpretación estética del alma vasca (1963), sino que impulsó el movimiento de vanguardia con la creación de grupos como Gaur, Emen, Danok y Orain.
En 1988 la Fundación La Caixa y el Museo de Bellas Artes de Bilbao
organizaron una gran exposición antológica sobre su obra. Como viniendo a
desmentir que aquellos años de silencio hubiesen puesto fin a sus
investigaciones plásticas, se exhibió en aquella muestra una multitud de
maquetas y obras de pequeño formato que el artista había elaborado en
papel, cartón, aluminio y tiza.
A lo largo de los años noventa, siguió en su papel de
activista y agitador cultural, desatando sonadas polémicas, como la que
protagonizó con el Museo Guggenheim Bilbao. «Nunca expondré en este
museo», dijo en 1996 cuando se encontraba visitando las obras de dicho
centro. Su relación con las instituciones vascas tampoco fue buena:
«Harto del país y sus gobernantes», en 1992 decidió donar todos sus
fondos artísticos y documentales al gobierno de Navarra, herencia ésta
que quedó supeditada a la creación de una fundación que contribuyera al
estudio y la divulgación de su obra y del arte contemporáneo en general.
Este deseo se hizo realidad en el mes de abril de
2003 al inaugurarse en Alzuza, un pequeño pueblo próximo a Pamplona, el
Museo Oteiza, diseñado por su viejo amigo y colaborador Sáenz de Oiza.
Con todo, ni uno ni otro pudieron ver el proyecto culminado: Sáenz de
Oiza había muerto dos años antes, en 2001, y Jorge Oteiza falleció el 9
de abril de 2003, pocos días antes de que el centro abriera sus puertas,
a los noventa y cuatro años de edad, a causa de una prolongada
enfermedad respiratoria.
Escultor, poeta, filósofo y arquitecto vocacional,
Jorge Oteiza fue uno de los artistas más importantes del siglo XX. En su
obra supo conjugar la magia y la espiritualidad de los monumentos
megalíticos, especialmente los del País Vasco, con las innovaciones
formales de los movimientos de vanguardia. Igualmente, su labor
pedagógica, así como sus aportaciones en el campo de la estética y la
teoría del arte, contribuyeron a forjar varias generaciones de
escultores, algunos de ellos tan señalados como Andreu Alfaro o Txomin
Badiola. Aunque siempre rehuyó los agasajos y los honores, a lo largo de
su vida recibió premios tan importantes como el Príncipe de Asturias de
las Artes, en 1988, o la Medalla del Círculo de Bellas Artes, en 1998.